En busca del tiempo perdido…

Si hay un libro que me ha acompañado durante años es la primera parte de esta obra maestra escrita por Marcel Proust, entre 1908 y 1922. Siempre ha estado, está y estará sobre mi mesita de noche, en distintas casas y lugares, en otras épocas de mi vida, cuando era una persona diferente a la de ahora. Es uno de esos libros que me recuerdan quién soy.

Me relaja leer a Proust. Es una lectura pausada, atenta a los detalles, que te mece y te arropa, que te hace soñar con otro tiempo y otro lugar, donde las horas pasan lentas, hay tiempo para conversar y, sobre todo, para disfrutar de esos largos paseos en la naturaleza.

Hay quien dice que nunca lo ha conseguido leer porque es aburrido y no pasa nada. «¿Qué no pasa nada? ¡Pasa la vida!», me decía hablando de este tema el escritor Juan Claudio de Ramón, autor de Roma Desordenada, recientemente publicado por Siruela, y con el que podremos conversar en breve en un evento que hemos organizado en nuestra librería. Un amante de la obra de Proust que me ha encantado conocer hace poco.

Reconozco que no he llegado al final, son 7 tomos y nunca he tenido el tiempo suficiente para leerlos todos. Otras lecturas novedosas suelen reclamar mi atención, pero siempre, en los peores momentos, en los que necesito evadirme y disfrutar de una lectura intensa y evocadora vuelvo a mi primer tomo de esta obra: Por el camino de Swann. Mi edición es de 1992, la decimoctava reimpresión en «El Libro de Bolsillo» de Alianza Editorial, con traducción de Pedro Salinas. Este tema es importante entre los que adoran esta obra y se consideran proustianos, o proustólogos, «¿qué traducción te gusta más?«, será la pregunta de obligada respuesta si hablas con alguno. La mayoría dirá que la de Carlos Manzano, pero yo sigo apegada a la primera de Pedro Salinas. De hecho para mí el título de la obra siempre será En busca del tiempo perdido y no A la busca del tiempo perdido, y Por el camino de Swann en vez de Por la parte de Swann. Suena mucho más poético y refleja mejor mi impresión sobre la obra.

Leía este libro justo en el mes de noviembre de 1992, hace ya 30 años, y lo recuerdo porque es el mismo mes y año en el que perdí a mi padre. Quizá por eso sigo volviendo a él, porque me recuerda cómo era yo, cómo era mi vida, antes de que la tragedia pusiese mi mundo patas arriba. Soñar con pasear de la mano de este inigualable narrador omnisciente es una de las pocas cosas que consigue calmar mi ansiedad y el frenético ritmo de mi ruido mental. Imaginarme sentada en ese carruaje alejándome de la vista de los campanarios de Martinville, esa sensación, sigue grabada en mi memoria como si la leyese por primera vez. Vuelvo una y otra vez a la calidez y siento en mí la inspiración de sus palabras:

«Como el cochero parecía no tener muchas ganas de hablar y apenas si contestó a mis palabras, no tuve más remedio, a falta de otra compañía, que buscar la mía propia, y probé a acordarme de los campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies soleadas se desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza; algo de lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que ni tenía para mí el momento antes, que se formulaba en palabras dentro de mi cabeza, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios creció tan desmesuradamente, que dominado por una especie de borrachera , ya no pude pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando ya nos habíamos alejado de Martinville, volví la cabeza, y otra vez los vi, negros ya, porque el sol se había puesto. Los recodos del camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron por última vez y desaparecieron.

Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doctor y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo, el trocito siguiente, que luego me encontré un día, y en el que apenas he modificado nada:

«Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos en campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los campanarios de Martinville…»

No he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel momento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el cochero del doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de Roussainville la acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.»

¡Cuántas evocaciones y recuerdos me produce esta lectura! Ver alejarse el campanario de mi pueblo manchego los domingos por la tarde, girada en la parte de atrás del coche que conducía mi padre, de vuelta a Madrid, dejando atrás las risas, las vecinas, a mi abuela, los amigos, los paseos en bici y mi libertad.

Y cómo entiendo a Proust… Cuando tienes algo que te inspira, ese pequeño momento de éxtasis que quieres trasladar al papel para no olvidarlo jamás, esa imagen, una idea y lo que te llevó a esa sensación de deleite absoluto… El germen de todo escritor, la necesidad de transformar en palabras lo que piensas, lo que sientes, lo que eres, o simplemente un momento o una vivencia concreta…

Pero sobre todo me trae a la memoria una visión personal, un estado de ánimo, el recuerdo de un momento en que veía alejarse una parte de mi vida feliz, mientras caía el sol y me adentraba en una nueva etapa, turbulenta, dolorosa y oscura que, por suerte o por desgracia, tuve que pasar para llegar hasta aquí. Los libros me han hecho recordar lo que era y disfrutar felizmente de lo que soy, una librera que adora su trabajo y que quiere devolver a la libros todo lo que los libros han hecho por ella.

Bonitas casualidades tiene la vida. Estos días que estoy convaleciente, he retomado la lectura de mi ejemplar, el que sigue estando en la mesita de noche, junto a la cama. Y precisamente esta misma semana ha llegado a la librería una novedad que considero un precioso y oportuno regalo, la edición de Nórdica Libros del primer tomo de A la busca del tiempo perdido, Por la Parte de Swann, Primera Parte: Combray. Con una cuidada edición ilustrada por Juan Berrio y traducida por Mauro Armiño. ¡Tenéis que venir a verla!, es uno de esos libros joya que vale la pena oler y hojear.

Y para conmemorar el centenario de la muerte de Marcel Proust, e inspirada por la película documental de María Álvarez (Argentina 2020), El Tiempo Perdido, que tuve la suerte de ver proyectado en la Cineteca del Matadero de Madrid hace unos meses, he pensado en hacer algo especial en la librería. El documental cuenta la historia de un grupo de personas que desde hace más de 18 años se reúne en un bar de Buenos Aires para leer En busca del tiempo perdido. Cuando terminan los 7 tomos vuelven a empezar, descubriendo en cada lectura cosas nuevas. Me encantó la idea…

Para cerrar el círculo he pensado que estaría bien, 30 años después, y de nuevo en el mes de noviembre, reencontrarme con esa primera lectura de la obra de Proust, que inicié por ser obligatoria para la asignatura de Literatura en mis estudios de Periodismo, y que días después dejaría aparcada, para seguir el plan que el destino tenía trazado para mí…

Y qué mejor forma de hacerlo que reunirnos la semana que se conmemora el centenario de la muerte de Proust. Si queréis acompañarme será el miércoles 16 de noviembre a las 19h. en la librería. Y quién sabe si la experiencia pueda alargarse a otras citas para leer a Proust y recuperar el tiempo perdido…

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Texto e imagen original: María Fernández para Crazy Mary Librería

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